El pedazo de pan que estoy viendo no es grande, pero
es suficiente para alguien que lleva dos días sin probar bocado. Lo ansío,
tiene que ser mío. Mi estómago parece clamarlo a gritos, como si fuera un
monstruo despertando de un largo letargo. Se me llena la boca de saliva, y
siento el instinto de supervivencia apoderarse de cada centímetro de mí.
Me da igual que ese cacho de pan pertenezca a un
chico muy huesudo, más flaco que todos los que estamos aquí. Me da igual que
esté más hambriento o que lo necesite más que yo. Necesito ese jodido trozo de
pan. Así es este mundo: tienes que preocuparte sólo de ti mismo y sobrevivir,
siempre sobrevivir. Da igual a quien hieras, mates o lo que hagas para
conseguirlo. Sólo importas tú y sólo sobreviven los más fuertes.
Compasión, amabilidad… son facultades humanas
perdidas con el paso de los años, olvidadas por el egoísmo, la pobreza y la
necesidad. Sólo las personas que se atreven a intentar cuidar un bebé hasta que
aprende a valerse por sí mismo tienen esas facultades. La mayoría de los niños
y mujeres embarazadas mueren. Si caminas por las calles, puedes ver sus
cadáveres amontonados.
Por eso, si has nacido en este tiempo y sigues vivo,
eres fuerte… pero eso no te hace estar dentro de los más fuertes. Cuando te
quedas solo y tienes que aprender a valerte por ti mismo es cuando demuestras
de qué estás hecho realmente. Demuestras tu valor, porque todos tenemos un
valor.
El chico huesudo que mira a su alrededor temeroso de
que alguien pueda quitarle el pan no debe valer más que un par de palomas
recién cazadas, aunque eso entre nuestra miseria es un tesoro. Yo debo valer
unos cuatro zorros.
Ojalá uno de esos anormales que nos compran como si
no tuviéramos sentimientos me comprara a mí. Todas las veces que alguno de esos
tipos se acerca a nuestras míseras ciudades y se organiza un mercadillo de
personas, me intento presentar. Grito, salto y hago todo lo posible para captar
la atención del mercader, para que me elija y el anormal que sea pueda verme,
valorarme y comprarme.
No es que yo sea demasiado. Soy baja y más flaca de
lo que debería ser, pero soy de huesos anchos y eso me hace parecer más
corpulenta. Mi pelo está sucio, mis ropas hechas trizas, mi piel manchada y
morena, mis uñas rotas, mi cuerpo lleno de heridas y no soy especialmente
guapa; pero tengo una posibilidad de que me compren, al igual que todas esas
personas que se presentan esperanzadas.
Me daría igual lo que me hicieran, me llevarían a un
sitio mejor y me alimentarían. Sólo quiero eso, alimento y protección, no temer
siempre por mi vida y no tener que pelear por un cacho de pan.
El chico flaco se aleja entre la multitud. Nunca
nadie ataca cuando hay mucha gente cerca, es una auténtica locura hacer eso.
Todos van de pronto a por el mismo objetivo, mueren varios y se quedan heridos
otros cuantos. Lo que sea por lo que peleen acaba destrozado y prácticamente
inútil. Con la experiencia todos aprendemos que lo mejor es atacar cuando la
víctima está sola, o robar cuando está desprevenida.
Sigo al chico, sigilosa, colándome por los huecos
que deja la gente. Si hay tanta gente en las calles es porque en nuestros
sucios hogares no hay nada, así que siempre estamos en la calle esperando encontrar
algo de comer, esperando que llueva para lavarnos y beber, esperando que venga
alguien a comprarnos… o simplemente esperando un milagro.
Pero aquí casi nunca llueve. He oído que es por algo
llamado contaminación. No sé qué es eso, pero al parecer provoca muertes y un
clima alterado; y por eso la gente que viene a comprarnos siempre cubre hasta
el último centímetro de su piel y lleva esas enormes máscaras que hacen tanto
ruido cuando respiran.
El chico ha escondido bien el pan, en realidad creo
que soy la única que le ha visto. Pero a mi mirada no se escapa nada. Tengo una
vista envidiable. Le voy siguiendo, calle tras calle. Se dirige a algún punto
en concreto, se le nota. Seguramente sea su casa, donde podrá disfrutar del
cacho de pan con tranquilidad.
Me voy acercando a él sin que se dé cuenta a pesar
de que todo está en silencio. Porque esa es otra, en las calles siempre hay
silencio a no ser que de pronto ocurra algo fuera de lo común. No tenemos nada
de lo que hablar, nadie conoce a nadie realmente, y es mejor no desperdiciar
energía y saliva. Es mejor callar. Lo único que se escuchan son respiraciones,
pasos, rugidos de estómago, a veces suspiros o llantos… en contadas ocasiones
susurros… y en contadísimas conversaciones que no duran más de un minuto.
Algunas veces alguien se vuelve loco, corre y grita entre nosotros. Dice cosas
en tono desesperado y luego, cuando ve nuestra indiferencia, se calla y se va,
o llora.
Eso son arrebatos de humanidad, de la poca humanidad
que nos queda.
Mi padre me explicó que su madre le contó que antes
las cosas no eran así. Antes las ciudades no estaban derruidas y todo era
riqueza en gran parte del mundo. Antes la mayoría de la gente utilizaba una
cosa llamada dinero y podían comprar lo que quisieran. Antes las personas
trabajaban y muchos eran felices y llevaban una vida relativamente tranquila.
Antes no había tanta contaminación y eso permitía que hubiera ancianos. Antes
no había que sobrevivir, simplemente vivir. Antes las cosas, al parecer, iban
mejor.
Según me contó mi padre eso cambió debido a la
avaricia humana. Las cosas empezaron a torcerse, la gente normal se fue
volviendo cada vez más pobre, estallaron guerras en muchas partes del mundo y
eso provocó más miseria… al parecer, según su madre, ahora no queda nada de
eso. Al parecer solo hay un sitio en el mundo donde queda un resquicio de toda
aquella riqueza, poder y vida. Allí viven aquellos que con su avaricia y
egoísmo consiguieron que todos vivamos en estas condiciones.
Nunca he vivido de otro modo y no consigo imaginar
bien como vivirá esa gente, pero sé que mi manera de vivir no es buena.
El chico del pan se mete en un callejón y sé que ese
es el momento. La fortuna me sonríe y no hay nadie en ese sitio. Me acerco a él
por la espalda, tirando de las pocas fuerzas que me quedan tras dos días sin
comer. Corro, salto y sé que me oye,
pero me da igual. Se gira levemente y es entonces cuando le asesto un puñetazo en
la cara. Caigo sobre él y le doy cuatro puñetazos más en el rostro.
Paro y le susurro:
- El pan.
- No - contesta. Su voz está cortada, ronca, como si
tuviese algún tipo de problema en la garganta.
Le doy un puñetazo más y le parto el labio. La
sangre salta y me mancha. Me mira, con su ojo morado. Tiene los ojos de un
color miel que no he visto en mi vida. Son Bonitos. Nunca veo cosas tan
bonitas. Pero me miran con fuerza.
Hace un movimiento rápido y me agarra del cuello con
una mano. Comienza a apretar. Noto que mi respiración se corta, pero llevo las
manos a su brazo y le araño con mis uñas rotas. Le araño una, otra y otra vez
hasta que le hago cortes. Su fuerza disminuye y entonces le doy un puñetazo en
el estómago. Para de apretar, pero trata de pegarme. Muevo rápido la cabeza y
le muerdo el brazo con todas mis fuerzas.
Grita.
Paro de morderle, pero pongo mi mano en su garganta
y aprieto. Noto como se desespera al no poder respirar.
- El pan o te mato - gruño.
Se le llenan los ojos de lágrimas y dice en un hilo
de voz:
- Mátame.
Aplasto más su garganta contra el suelo, y el chico
mira hacia arriba, hacia el cielo, que como siempre está gris, pero no por las
nubes, el cielo simplemente ha adquirido ese color. He oído que antes era azul.
Ahora es gris y el sol siempre luce en lo más alto, abrasándonos a todos. De
noche el frío lo invade todo.
Entonces un ruido lejano envuelve la ciudad. Dejo de
apretar la garganta del chaval porque el ruido me saca de mi realidad. Le oigo
toser, e intenta decirme algo pero la tos consigue que calle. De todas maneras
no le iba a escuchar porque el ruido me tiene absorta. Solo he escuchado ese
tipo de ruido un par de veces en mi vida y vino acompañado de unos objetos
voladores que surcan el cielo como buitres, pero son objetos, no animales.
- Helicópteros… - susurra el chico. Giro mi cabeza ante
la palabra desconocida y le veo mirando al cielo.
- ¿Helicópteros? - repito.
- Son esos objetos que vuelan - explica - Vuelan bajo, el
ruido que hacen se oye cerca…
Vuelvo a mirar al cielo, y tras un par de segundos,
aparecen cinco helicópteros a la vez, que se van quedando parados rodeando la
ciudad. Tras unos segundos de absoluta incertidumbre en los que los latidos de
mi corazón se aceleran temiendo un ataque como los que le narró mi abuela a mi
padre; empieza a sonar una voz femenina a todo volumen.
Es una voz tan firme, tan sana, tan entusiasta… que
nos absorbe a todos sin que nos demos cuenta. Nos habla durante aproximadamente
un minuto, y luego los helicópteros se marchan como vinieron. Cuando su ruido
ya no se escucha, todo queda en silencio, en el silencio más absoluto que he
escuchado en mi vida.
Ni la brisa parece atreverse a interrumpirlo.
Pasan los minutos y de pronto ocurre: movimiento.
Una avalancha de personas que no sabe a dónde va exactamente, pero va… y va
corriendo a pesar del hambre, la sed, la enfermedad. Todos al mismo sitio. Como
es inevitable, yo también salgo corriendo, y en cuanto me quito de encima del
chico le oigo incorporarse.
Entonces me acuerdo: el pan.
Me giro cuando estoy en la boca que conecta al callejón
con la calle principal, a la que me dirigía, donde está la avalancha. El chico
me adelanta, pasa por mi lado corriendo a pesar del dolor que deben provocarle
las heridas y el hambre que debe tener. Yo miro el pan, tirado en el suelo. Mis
tripas rugen, y durante un segundo siento indecisión. No sé si cogerlo o
dejarlo ahí tirado.
Después, me giro y me adentro en la marabunta de
gente que corre. ¿Quién quiere un pedazo de pan cuando le han prometido una
vida mejor? Sin penurias, sin familiares muertos, sin dolor, sin heridas, sin
miseria:
Sin hambre.